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habríamos sido advertidos antes. En un principio no pudimos decir qué ocurría, pero bastaron
unos pocos segundos para que despertaran en nosotros unos recuerdos demasiado definidos.
No callaré más. Se trataba de un olor, un olor vago, sutil e inconfundible relacionado con
aquel otro olor nauseabundo que habíamos respirado al abrir la tumba del monstruo disecado
por Lake.
Por supuesto, en ese entonces no admitimos tan claramente la revelación como ahora.
Había varias explicaciones posibles, y nos detuvimos un momento para conferenciar en voz
baja. Luego de haber llegado hasta allí no íbamos a retroceder movidos por una vaga
aprensión. De cualquier modo, lo que sospechábamos era algo increíble. Esas cosas no
ocurrían en un mundo normal. Sin embargo, un oscuro instinto nos llevó a velar la luz de la
linterna -ya no tentados por las siniestras esculturas que nos miraban amenazadoras desde las
opresivas paredesy a tratar de no hacer ruido mientras avanzábamos nuevamente por el piso
cada vez más cubierto de escombros.
Danforth tenía no sólo un olfato sino también una vista mejor que la mía. Fue él quien
advirtió el curioso aspecto de los escombros luego de haber atravesado algunas puertas
semiobstruidas que conducían a cuartos y corredores situados al nivel del suelo. No tenían el
aspecto que les correspondería luego de miles de años, y cuando aumentamos la intensidad de
las luces, vimos en el piso unas huellas recientes. La naturaleza irregular del suelo impedía
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Librodot En las Montañas Alucinantes H.P.Lovecraft
ver marcas definidas, pero los lugares más lisos sugerían que algunos objetos pesados habían
sido arrastrados sobre el polvo. En una ocasión creímos discernir unas huellas paralelas,
como las de un trineo. Nos detuvimos otra vez.
Durante esta pausa percibimos -ahora simultáneamente- otro olor ante nosotros.
Paradójicamente, era más terrible y menos terrible que el anterior; menos terrible en sí; pero
infinitamente más espantoso en este lugar, dadas las circunstancias. A no ser que pensáramos
en Gedney. Se trataba, indudablemente, del olor familiar de la gasolina.
Después de esto me siento incapaz de explicar nuestra actitud. Sabíamos ahora que
una parte de los horrores del campamento había invadido estas inmemoriales tumbas
nocturnas, y que, por lo tanto, no podíamos dudar de la existencia de condiciones
innominables -presentes o por lo menos recientes- que estaban allí, esperándonos. Y sin
embargo, nos dejamos arrastrar por no sé qué fuerza irresistible: ardiente curiosidad,
ansiedad, autohipnotismo, o vagas ideas de responsabilidad con respecto a Gedney. Danforth
recordó unas huellas que había creído ver en las ruinas superiores, y aquel débil sonido
musical que provenía aparentemente de las cavernas y que tenía una singular significación de
acuerdo con los estudios de Lake. Yo evoqué, por mi parte, el estado en que habíamos encon-
trado el campamento, el saqueo de las provisiones, la desaparición de varios objetos, y cómo
la locura de un solo superviviente podía haber concebido lo inconcebible: franquear las
monstruosas montañas y descender a aquellas profundidades desconocidas.
Pero no sacamos ninguna conclusión definida. Retomamos automáticamente la
marcha lanzando de cuando en cuando ante nosotros un haz luminoso. En el polvo seguían
viéndose aquellas huellas, y el olor de la gasolina era cada vez más fuerte. Las ruinas se
acumulaban más y más, y pronto comprobamos que era imposible seguir avanzando. No
solamente no llegaríamos al túnel, sino que no podríamos ni siquiera acercarnos al edificio en
que se abría la boca.
Paseamos la luz de las linternas por los muros grotescamente esculpidos del corredor,
y vimos varias entradas más o menos obstruidas. De una de ellas surgía muy distintamente el
olor de la gasolina, borrando cualquier otro olor. Al examinarlas más de cerca, comprobamos
que había sido despejada recientemente. Cualquiera que fuese el horror que nos esperaba era
indudable que esa abertura conducía a él. Nadie se asombrará de que nos quedáramos un
largo rato sin movernos.
Y sin embargo, cuando nos aventuramos en aquella bóveda oscura, nuestra primera
impresión fue la de haber alcanzado un anticlímax. En aquella cripta cúbica de seis metros de
lado no había en apariencia' nada notable, de modo que buscamos instintivamente, aunque en
vano, alguna otra puerta. Sin embargo, un instante después los agudos ojos de Danforth
vieron que los escombros estaban como aplastados en un cierto lugar, y hacia allí dirigimos la
luz de las linternas. Lo que vimos era algo simple y enigmático. Los escombros habían sido
nivelados groseramente, y sobre ellos había diversos objetos pequeños. En uno de los lados [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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