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El poeta Rivadeneira estrenaba una máquina para tomar fotografías y oía las admonicio-
nes de Milagros como la mejor música para acompañar las imágenes que iba guardando
tras el ojo de su cámara.
Se alojaron en la pequeña casa que un inglés amigo del poeta dejó puesta en la colonia
Roma antes de irse a Europa, el noviembre anterior, cuando había visto venir lo que le es-
peraba al régimen con el que tan buenos negocios había hecho. Al despedirse de Rivade-
neira y Milagros, el inglés les prometió que regresaría en cuanto todo acabara y se fue de
un día para otro como si se fuera de vacaciones.
Les dejó la casa para que la trataran como suya y como suya la cuidaban y vivían de vez
en cuando. Era una pequeña belleza afrancesada como gran parte de las casas en esa zo-
na. Para aumentar sus excesos decorativos, en los últimos meses Milagros había salpicado
la sala de ídolos prehispánicos y artesanías.
Amaneciendo ahí, los despertó un temblor de tierra que estremeció a la ciudad a las cua-
tro de la mañana con veintiséis minutos del siete de junio.
Emilia dormía sola en una recámara cuyo candil de cristal color de rosa empezó a sonar
como un diminuto campanario enloquecido. Milagros entró a pedirle que no tuviera miedo y
la encontró aún metida bajo las sábanas, presa del regodeo extraño que era ver aquello co-
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lumpiándose mientras su cama de latón se mecía como una cuna. Desde niña la sedujeron
los temblores. No les temía. Había heredado su inconciencia de Milagros, quien durante los
tres minutos que duró el temblor, anduvo por la casa dejándose sentirlo y riéndose de la
furia con que Rivadeneira la regañaba por no bajar cuanto antes a la calle.
-¿No entiendes que esta ciudad está sobre el agua? Es una aberración. Se puede caer de
golpe y matarnos -le repitió diez veces Rivadeneira cuando la tierra y él dejaron de temblar.
No volvieron a dormirse. La llegada de Madero estaba anunciada para las diez, pero salie-
ron de la casa desde las siete. Compraron los periódicos y se instalaron a leerlos en un
café de chinos cercano a la avenida Reforma. Frente a sus tazones de leche y una canasta
con panes dulces, leyeron y platicaron más de dos horas. Luego trataron de acercarse a la
estación, pero unos hombres a caballo, mezcla de rebeldes recientes y peones eternos, les
impidieron el paso. Fueron a la Alameda Central y caminaron por sus alrededores hasta
que cerca de las once, les llegó a la banca en que descansaban la noticia de que el tren del
señor Madero ya estaba cerca de los andenes. Total, por ahí de las doce y media lograron
acomodarse sobre Reforma cerca de la estatua de Colón.
La gente se había encaramado a los monumentos y ya no se sabía bien cuál héroe yacía
bajo los cuerpos amontonados sobre sus hombros o sus rodillas, colgados de sus brazos
o pisándole los pies. Los vivas a Madero corrían como un jolgorio y todo era un bullicio sin
orden y sin tregua.
Dos horas después de estar ahí bajo un sol de escándalo, Rivadeneira tuvo la peregrina
idea de que volvieran a la casa. En lugar de escucharlo Emilia trepó a la estatua de Colón.
La mano felina de un muchacho la levantó del suelo y ella escaló la estatua levantándose la
falda con la boca para que no le estorbara y enseñando las piernas en mitad de una rechi-
fla.
Desde arriba, saludó a Milagros Veytia que se apoyaba con extraña ceremonia en el bra-
zo de Rivadeneira. Se concentró luego en la cauda de sombreros y caballos que cruzaban
bajo sus ojos. Polvosos y pardos daban la impresión de llevar un uniforme, por más que no
hubiera uno vestido igual que el otro. Los sombreros de alas muy anchas y copas puntia-
gudas se intercalaban con las gorras de guerra o los cabellos alborotados y sudorosos
contra el sol. De pronto, entre un hombre redondo con las cananas cruzadas sobre el pe-
cho y uno alto vestido como por el mismo sastre del señor Madero, Emilia vio galopar el
único cuerpo que le interesaba entre todos aquellos. Tenía la gracia sobre los hombros y
un aire infantil regía el garbo de su figura.
-¡Daniel! -le gritó ensordeciendo a los que con ella se apiñaban sobre la estatua. Y con
ese grito herético en mitad del alboroto general, bastó para que el espíritu veleidoso que
iba sonriendo bajo un gran sombrero de paja igual a tantos otros, volteara en dirección de
su voz y la viera agitando el brazo y regalándose como si pudiera alcanzarlo.
Con la sorpresa entre los labios Daniel detuvo su caballo, se quitó el sombrero y buscó a
la dueña de la voz que lo llamaba. Emilia volvió a prenderse la falda de la boca y bajó de la
estatua como un pájaro. A empujones, sintiendo que se ahogaba un momento y volaba el
otro, llegó hasta la orilla del gentío y extendió su brazo hasta Daniel, que al otro lado de la
muralla de hombros y cabezas interpuesta entre sus cuerpos, le ofrecía su mano para ayu-
darla a sortear la salida. Se abrazaron en medio de un griterío. Besándose en el centro del
camino, eran la mejor parte del espectáculo que había volcado a la ciudad sobre sus calles.
Emilia hundió su lengua en la boca de Daniel.
Para acercarse al perfume de su cuerpo, Daniel apoyó una mano en la nuca que ella mos-
traba como un cetro. Él olía a mugre de muchos días y traía tierra en las orejas que Emilia
le besó despacio. La marcha de hombres y caballos se abría al encontrarlos abrazándose.
Con una mano, Emilia acarició la espalda de Daniel, como si fuera dueña del tiempo. Luego
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buscó su pecho y del pecho bajó al camino hacia adentro que abría un pantalón colgado al
cuerpo enflaquecido de su dueño. Sintió su grupa fuerte y su piel. Sólo un respiro. Llamado
a gritos por unas voces que se alejaban, Daniel soltó su nuca, dejó sus labios, se libró de la
mano que hurgaba bajo su ropa.
-Me tengo que ir -murmuró.
-Siempre -dijo Emilia dándole la espalda.
Antes de subirse al caballo, Daniel prometió que la buscaría en la noche.
-Te odio -dijo Emilia.
-Mentirosa -contestó él.
Sin quitar su cuerpo del camino por el que seguían pasando caballos y hombres presos
de otra pasión, Emilia lo vio unirse al desfile. Había una mezcla de alivio y orgullo en el ges-
to del Daniel que se iba.
Desde lejos, Milagros presenció toda la escena mientras intentaba abrirse paso hacia el
borde de la acera. Oyéndola decir su nombre como si la vitoreara, Emilia salió de su pasmo
y recuperó la realidad. Caminó hasta los brazos de Milagros con la letanía de improperios
que no alcanzó a soltar sobre Daniel, y estuvo maldiciendo el resto del desfile.
Porque siempre era lo mismo, siempre el atisbo y la huida, siempre la sorpresa y la des-
aparición, siempre la espera como única vuelta de su destino. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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