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impresión. Los otros quedaron rígidos, y el único movimiento era el balanceo incesante de
las cabezas de serpiente. Los sacerdotes, aturdidos por lo que les parecía increíble,
volvieron los rostros hacia la diosa y su jinete, con los ojos muy abiertos, las pupilas
contraídas hasta convertirse en unos puntos.
-¡Habéis pecado! -les gritó Chimal, agitando su fusil láser.
Era dudoso que lo hubiesen reconocido con aquel traje del color de la sangre, posado a
tanta altura sobre ellos.
-Coatlícue se vengará. Al pueblo de Quilapa, ahora... andad. ¡Corred!
La diosa empezó a correr hacia ellos, silbando espantosamente, y no necesitaron más
órdenes. Se volvieron y huyeron y el monstruo de cabezas de serpiente les iba a la zaga.
Cuando llegaron al pueblo aparecieron los primeros aldeanos, aturdidos todos ellos por
aquella espantosa aparición y la increíble escena.
Chimal no les dio tiempo para recobrar la serenidad: les gritó la orden de ir a Zaachila.
Chimal frenó a la diosa cuando llegaron entre las casas y los sacerdotes se mezclaron
con la multitud que se precipitaba en una ola de terror. Nos les permitía detenerse, sino
que les azotaba los flancos como si fuesen un rebaño demoníaco. Mujeres, chillidos,
niños pequeños, todos huían ante él, llegaban al río y lo atravesaban. Los primeros ya
estaban en Zaachila y habían dado el aviso. Antes que llegara allá, todo el pueblo huía
ante él.
-¡Al pantano! -rugió, mientras ellos corrían a través de los campos de rastrojos y huían
entre las hileras de magueyes-. ¡Al muro, a la grieta, para ver lo que allí os enseñaré!
Ciegos de pánico huían de él, detrás, los acosaba. Los riscos del muro estaban delante
y el final del valle a la vista. En pocos minutos estarían dentro del túnel y esto sería el
principio del fin de la vida que habían conocido, Chimal reía y gritaba, las lágrimas corrían
por su rostro. El fin, el fin...
Un retumbar creciente, como un trueno lejano, se oyó enfrente y del muro del cañón
salió una nube de polvo. La multitud menguó la carrera y se detuvo, se agitó sin saber de
qué peligro debían huir, después se apartó a los lados temerosa cuando Coatlícue se
metió en medio. Un miedo helado oprimió el pecho de Chimal al avanzar hacia la grieta de
los altos peñascos.
Tenía miedo de reconocer lo que había sucedido, no se atrevía a admitirlo ante sí
mismo. Estaba cerca, demasiado cerca del fin para que algo saliese mal ahora. Coatlícue
subió corriendo el sendero y entró en la abertura del peñasco.
Para detenerse en seco ante la barrera de roca derrumbada que la cerraba de parte
aparte.
Una piedra repiqueteó cayendo del montón y luego hubo el silencio. El polvo se posó
lentamente. No había rastro alguno de la puerta ni de la abertura hacia las cavernas de
atrás, sólo el gran montón de escombros de piedra que cubrían el lugar donde antes
estuvo la entrada.
y entonces vino la oscuridad. Aparecieron las nubes tan de súbito que el cielo estuvo
cubierto por ellas antes que se oyeran los primeros truenos. y aun antes que las nubes
taparan el sol, éste se apagó y un viento frío corrió a lo largo del valle. La gente,
amontonada, gemía de angustia ante la tragedia que la afligía. ¿Es que los dioses
guerreaban sobre la Tierra? ¿Qué sucedía? ¿Era el fin?
Luego cayó la lluvia, que aumentó la oscuridad, y granizo mezclado con las gotas de
agua helada. Los aldeanos se dispersaron y huyeron. Chimal luchó contra la depresión de
la derrota que le nublaba los pensamientos e hizo dar vuelta a Coatlícue para seguirlos.
La lucha no había terminado todavía. Podría encontrarse otra salida. Coatlícue obligaría a
los aldeanos a ayudarlo, el terror de su presencia no podía ser disipado por la lluvia y la
oscuridad.
A mitad del camino la diosa se detuvo y quedó rígida. Las serpientes quedaron
inmóviles en un interminable retorcimiento y sus silbidos cesaron. Por un momento se
inclinó hacia adelante sobre un pie medio levantado, luego permaneció quieta. Toda la
energía había sido suprimida y la caja de control era inútil. Chimal la dejó caer de su
mano, luego, lenta y penosamente, se deslizó por el metal mojado y resbaloso hasta el
lodo del suelo.
Se dio cuenta de que tenía todavía en la mano el rifle laser; apuntó con él ala barrera
de roca en un acto fútil de odio y apretó con fuerza el gatillo. Pero incluso esta débil
protesta le fue negada: la lluvia había penetrado en el mecanismo y no disparó. Lo arrojó
lejos de sí.
La lluvia caía a torrentes y estaba más oscuro que en la más oscura noche.
6
Chimal se hallaba sentado en la orilla del río; el rugido de la corriente invisible pasaba
ante él. Tenía la cabeza apoyada en las rodillas y su costado, pierna y brazo derechos
ardían. Caminar no era bueno para sus heridas. El agua parecía haber subido y si había
de atravesarla tendría que hacerlo pronto, antes que fuera demasiado profunda. En
realidad no había ninguna razón para atravesar el río., tan muerto estaría en el otro lado
como aquí, pero Quilapa estaba allá y era su pueblo.
Cuando trató de levantarse, de sostenerse sobre los pies, descubrió que estaba
inmovilizado en la posición agachada. El agua había estropeado su eskoesqueleto y éste
sólo le permitía movimientos limitados. Con un esfuezo liberó un brazo y después soltó
todas las demás sujeciones. Cuando finalmente se levantó, dejó el aparato atrás como la
cáscara desecha de una vida anterior, perpetuamente agachado, obediente, al borde del
agua. Al entrar en el río el agua le llegó a las rodillas, luego a la cintura antes de llegar a
la mitad del camino. Tenía que tantear cuidadosamente con los pies a cada paso,
cargando su peso contra la corriente todo el tiempo. Si era arrastrado, sabía que ahora no
tendría bastante fuerza para nadar hasta salvarse.
Avanzó paso a paso, empujado sin cesar por el agua: se- ría tan fácil ceder y dejarse
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